miércoles, 28 de abril de 2010


Esto es, cuanto menos, más.




Tras un paso otro que se resbala rebuscando la pisada certera que aproxime el resto del cuerpo, alma y universo hacia un aliento nacido de otra realidad. Comienza con eso mismo, caminando, tomando como meta la celda de carne, mi celda, la que me acompaña día a día, mi compañera de piso, la que me frota la espalda y se ríe de mi oscureciéndome los ojos como un mapache cuando más que acariciar sin prisa a Morfeo hago cruising con él... y de ahí todo es modificarse. El proceso a veces es largo, a menudo demasiado, se llega a enquistar. Hay días que se antoja una pompa de jabón, sean cuales sean las ganas, delicadeza, cuidado o avaricia, si se intenta alcanzar no se hará más que adelantar un proceso que termina con toda ilusión. Se da (sólo a veces) un estado de convivencia múltiple, una raro apartamento con dos puertas de entrada desde las cuales se miran dos individuos (persona y personaje) que portan un juego de llaves cada uno, dueños ambos de las mismas. Quizá sea la etapa del intercambio, como en tantas películas de ciencia ficción en las que un artilugio milagroso entrecruza cuerpo y mente. Quizá el personaje siempre está ahí, en algún lugar, esperando el intercambio, quizá cuando este se da es la persona quien viaja a ese lugar, y el personaje, ávido de vida, toma por un tiempo tierra firme y disfruta de la mortalidad propia de alguien caduco y perecedero. Son 3 los factores que influyen pues: la persona, el personaje y el actor, este último como nexo de intercambio. El actor sería la estancia con dos puertas, el verdadero maestro, el que incita a la persona a la transformación y pone al personaje al servicio de ella.




Y así, desde algo tan básico como aprender a caminar se aprende a interpretar, siendo prácticamente un científico del cambio, de la modificación.