sábado, 30 de mayo de 2009

Colisión

Él solía tener una absurda manera de aprovechar los tiempos muertos cuando utilizaba (armado con su B2 rojo) cualquier medio de transporte público: se dedicaba a inventarse la vida de las personas que ocupaban el resto del espacio. Observaba si el bolso era de imitación, o las manos estaban callosas, observaba si la mirada atravesaba el cristal de las ventanas o atravesaba los cuerpos sin rostro de cualquier otro (todos hemos sentido esa sensación de conversar con alguien y ver como sus ojos traspasan nuestra fisionomía). En todo caso, era gracioso ver cómo podía llegar a distorsionar la realidad atando unos cuantos cabos sueltos totalmente inconexos.




Un día, no hace mucho, le descubrí sentado sobre si mismo concentrándose en algo que sólo parecía conocer él. Me puso en antecedentes, pero sólo interpretables, no dijo nada: manteniendo su posición nos colocó a ambos en un espacio infinito de color blanco hecho de minúsculas baldosas, como los baños de una cárcel o el entramado cuadrado de las paredes de una piscina. No llevaba camiseta, y tenía las piernas cruzadas, una descansado sobre la otra... y los pies descalzos. Minuciosamente colocaba grapas usadas y trozos de hilo negro sobre el suelo, que se tiznaba más oscuro con el contacto de estos restos. Los sacaba de pequeñas grietas en su tronco que se abrían al paso de sus dedos y cerraban instantáneamente cuando estos encontraban lo que buscaban.




Quizá yo también me inventé su vida, como él hacía, en realidad como yo mismo hago siempre, con la diferencia de que yo sé lo que le pasó, lo que me pasó, lo que significan los restos de una colisión.